viernes, 13 de julio de 2012

“He cultivado el goce de tal manera que no muriera”

José Emilio Burucúa tuvo un paso fugaz por Córdoba a mediados de abril. Viajó a nuestra ciudad para ofrecer una charla magistral como apertura del Programa Anual de Historia del Arte 2012, que impulsa el Museo de Bellas Artes Evita. En su conferencia, el ensayista e historiador abordó un tema complejo y fascinante: el uso de la silueta repetida en las artes plásticas para dar cuenta de masacres contemporáneas. Y a partir de ese punto, establecer una posible relación con los desaparecidos en Argentina. Pero para desarrollar plenamente su idea, Burucúa retrocede hasta la historia antigua, deteniéndose allí donde encuentra una noción de desaparecido, seres cuyas existencias han quedado suspendidas a la espera de un cierre. “Es una especie de work in progress –apunta–. Faltan demostrar algunas hipótesis para verificar lo que comenzó siendo una intuición”.

Burucúa traza entonces una línea que se detiene en Heródoto y el diálogo entre Solón y el Rey Creso de Lidia; en el resignificado que hace el cristianismo de esta idea, con el episodio de los peregrinos de Emaús; en la lectura de la resurrección por parte de San Agustín; y así hasta llegar a su relación con la plástica, con el uso del contorno de una figura para intentar expresar el horror. “Está clara la relación entre los mitos antiguos y el mito cristiano”, dice el historiador. “Lo que me faltaba era la otra relación. Lo que encuentro es que la silueta, como elemento plástico, como elemento de reconocimiento, es ese eslabón que faltaba. Más cerca en el tiempo reaparece con fuerza en una obra pintada en 1920 por Max Ernst, asociada a una masacre de inocentes. Los inocentes son siluetas, los muertos de la guerra”.

El tono pausado y reflexivo de Burucúa es una extensión acústica de su personalidad. Sus conocimientos son vastísimos en diversas disciplinas humanísticas y una de sus grandes habilidades es saber relacionar esos campos, no como un ejercicio de egolatría (algo que acostumbran a hacer intelectuales afines al wikipedismo), sino para ofrecer un panorama mucho más rico al momento de un análisis. Las reflexiones de Burucúa, para decirlo en otras palabras, presentan una carga renacentista que sólo puede ser bienvenida para los entusiastas del arte.

–Al momento de abordar una obra pictórica, ¿qué aportes puede ofrecer la formación en otras disciplinas humanísticas, como la filosofía o la literatura?
–Diría que la gran figura que abre ese campo para la historia del arte es Erwin Panofsky y detrás de él, Aby Warburg. Hay que pensar que Warburg murió en 1929, y sin embargo lo que investigó y escribió sigue siendo una piedra miliar. Lo que ellos hacen es mostrar hasta qué punto la creación estética, de imágenes, es también una forma de pensamiento, y donde además hay siempre un vector fundamental construido por la emoción. Ellos abrieron ese campo y demostraron cuál era la fertilidad y de qué manera se podían relacionar las imágenes que nos han dejado los hombres del pasado con otro tipo de herencias, como la intelectual o la literaria. Esto no quiere decir que nosotros sigamos haciendo esa iconografía a la manera de Panofsky, que es un método muy productivo para un período que parte de una relación muy íntima entre el arte y la poesía. Hay periodos en que no es así, que no tienen la misma fuerza explicativa, pero ellos abrieron el camino. Si uno quiere dar con mayor exhaustividad las capas de significado que atraviesan una obra de arte o una imagen, indudablemente se va a encontrar con el pensamiento filosófico o el temblor poético. Además, muchos artistas se han acercado a otros problemas de la experiencia humana, constantemente han buscado la proximidad con ideas generales, nociones comunes. Y han tratado de dar cuenta de esas nociones, de representarlas de otra forma, como un objetivo visual. Por ejemplo, está absolutamente documentado que los pintores chinos del siglo VIII lo hacían así. No es que haya que suponer que ellos conocían los textos de los poetas, ellos buscaban esas poesías para representarlas en lenguaje plástico.

–A su juicio, ¿qué acontecimiento histórico argentino ha tenido una mejor lectura por parte del arte?
–Pienso que la cuestión del desaparecido tiene en Argentina un despliegue notable y con enormes posibilidades de utilizarlo para terminar el ciclo, para crear la distancia necesaria que aún no tenemos y que nos permita hablar de una época nueva. Hubo una indagación del arte plástico que ha sido extraordinaria.

–¿Qué opina del abordaje que tuvo el peronismo? Cuadros como los de Daniel Santoro, por ejemplo.
–El peronismo es un hecho muy complejo y prolongado, no es un fenómeno acotado en el tiempo y el espacio. El de Santoro es un trabajo muy interesante, uno no sabe si su iconografía es una apología o una tremenda ironía. Por otra parte, la muerte de Evita ha suscitado indagaciones profundas por parte del arte. Y si bien no es un hecho argentino, pero nos concierne directamente, la muerte del Che ha tenido también su lectura. Las pinturas de Carlos Alonso sobre el tema son una cosa seria. Alonso ha hecho algunos de los trabajos más importantes del arte argentino de los últimos 50 años. Todas las pinturas que realizó sobre la dictadura son extraordinarias por cómo logra recrear una atmósfera, como su gran cuadro Inauguración. Es una pieza de una gran intensidad descriptiva y emocional. La dictadura y los desaparecidos tienen una producción artística de gran calidad y muy heterogénea en el país, con obras como las de Remo Bianchedi, las esculturas de Norberto Gómez o de Juan Carlos Distéfano.

El arte y sus encrucijadas

–Hay ocasiones en que el discurso de un artista sobre una de sus obras se enfrenta con el del crítico o del historiador. ¿Cómo establecer quién tiene más importancia en esa puja?
–Bueno, yo le daría la supremacía al artista. Pero así como los antiguos decían que los libros tienen su propio destino, hay diferentes caminos. Boccaccio jamás hubiera pensado que iba a ser universalmente conocido por los cuentos picarescos que escribió en lengua vulgar. Él hubiera querido ser recordado por sus textos latinos. Al igual que Petrarca, de quien sobrevivieron sus sonetos escritos en italiano y no su poema épico África, que él quería que fuese comparable a la Eneida de Virgilio. Si uno lee África hoy, en la mitad del primer canto tiene el impulso de tirarlo a la basura, es una cosa indigerible. A lo que voy es que cabe la posibilidad de que quienes reciben una obra vean una densidad de significados que no se le pasó por la cabeza al autor al momento de crearla. Con las imágenes sucede lo mismo. Hay cosas que ven los historiadores o críticos en las obras que pueden ser producto de procesos inconscientes que el artista no advirtió. Te cuento una anécdota personal: en una oportunidad fui invitado a un homenaje al escultor Libero Badii, porque había escrito algunas cosas sobre sus trabajos. Era una charla para unas 300 personas y al frente estábamos él, un crítico de arte y yo en calidad de historiador. Expuse mi teoría, que se refería al método que el artista utilizaba. Cuando terminé de hablar, Badii me miró y dijo: ‘Mirá Burucúa, es muy lindo lo que vos planteás, pero es exactamente al revés de lo que decís’. Lógicamente el auditorio estalló en una carcajada general. No tuve cómo contestar eso, yo también me reí porque era una situación ridícula (risas). No seguí indagando su obra, claro. Si el mismo artista te desacredita de forma tan categórica...

–Hay artistas que incluso se niegan a que sus obras sean analizadas. O en el caso de algunas vanguardias, como el futurismo, plantean romper con la tradición, desacreditar todo lo anterior.
–Y uno se da cuenta de que la ruptura no es tan radical como supone el artista, porque es imposible. De hecho, la mayor parte de los futuristas se hicieron tremendamente clasicistas en los años 20, como Carlo Carrá. Ese momento neoclásico lo han tenido todos los grandes artistas del siglo XX. Picasso, por ejemplo, cuando va al Museo de Nápoles en 1917, queda absolutamente prendado del gran arte monumental antiguo. En la música también se da ese fenómeno: Stravinsky, después de haber planteado La consagración de la primavera o El pájaro de fuego, vuelve al clasicismo musical. Es decir, lo clásico se rompe pero en un marco que hace posible esa ruptura.

-El mercado tiene el poder de legitimar a un artista, pero también tiende a privilegiar las cifras de venta por encima de la estética. ¿Le molesta esa especie de marketing creado alrededor de un autor?
-La existencia del mercado del arte tal como lo conocemos se remonta a 400 años atrás. Aparece ya como una institución que determina contenidos y estilos de arte. Esa existencia produce ciertos efectos obvios y visibles. Creo que el primer mercado importante moderno del arte es la Holanda del siglo XVII, ahí hay artistas que no tienen comitentes, pintan para un mercado: exhiben su obra y se comercializa por un precio. El mecanismo es el mismo. No tendríamos que escandalizarnos por este peso del mercado y es algo que está extendiéndose cada vez más. Ahora, lo que sí me parece criticable es que los historiadores o los expertos basemos nuestros análisis en lo que podríamos llamar “los efectos del mercado”. O que nos dediquemos a ciertos temas porque son los que interesan al mercado. Nuestra misión es más provocativa, no debiéramos ir hacia el remolque del mercado. Pero no me molesta. Si muchos de los críticos tuviéramos mayor resistencia a los dictados del mercado, lograríamos que el panorama fuera más rico, más heterogéneo.

-Por otra parte, hay obras de innegable valor social en manos de coleccionistas privados.
-Bueno, eso es inevitable en una sociedad capitalista como la nuestra. De todas maneras, tiene que haber mecanismos que hagan posible conciliar el interés cultural general y el derecho de propiedad. Por ejemplo, los ingleses tienen un sistema que me parece extraordinario: cuando una persona tiene una obra importante, sea antigua o contemporánea, y quiere venderla, existe la posibilidad para el Estado inglés de presentar una opción de compra. ¿Cómo consiguen la plata? Durante 15 días, quienes están a favor de que el Estado compre esa pieza hacen una campaña en los medios y argumentan por qué debería estar en un museo público. Después se realiza una colecta pública, y si se llega al 75% de la tasación del bien, el Estado pone el 25% restante. Eso quiere decir que el pueblo está interesado en el arte. Si no se llega a ese porcentaje, la obra será finalmente de quien la compre.

–¿Es posible que un especialista, con el paso del tiempo, pierda el efecto sorpresa al momento de analizar una obra? ¿Cómo hacer para retener el goce estético frente al arte?
–En mi caso, yo he cultivado el goce de tal manera que no muriera. Cuando hay una imagen que me cautiva, vivo en una especie de fascinación. Luego empiezo a preguntarme por qué me ha producido ese efecto. Yo creo que si alguien comienza a percibir que pierde esa sensación, debe volver de inmediato sobre sus pasos y recuperarlo.

–¿Podría nombrar alguna obra que particularmente lo haya impactado?
–Una sola cosa me devastó en la vida: el santuario de la Difunta Correa. Eso fue un shock para mí, todavía no puedo entender qué me pasó. Creo que fue el contacto con una realidad espiritual densa que no comprendí. No podría escribir sobre esa experiencia, fue un temblor intransferible. Me llegó a un grado de incomprensión tal que no podría ponerlo por escrito.

José Emilio Burucúa (1946) es Licenciado en Historia de las Artes y Doctor en Filosofía y Letras por la UBA, en donde también ejerció la docencia. Es autor de los libros Sabios y marmitones. Una aproximación al problema de la modernidad clásica, Corderos y elefantes. La sacralidad y la risa en la Europa de la modernidad clásica (siglos XV al XVII), Historia y ambivalencia. Ensayos sobre arte e Historia, arte, cultura. De Aby Warburg a Carlo Ginzburg, entre otros.

Entrevista publicada originalmente en Ciudad X

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